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Ayuda para el comercio: Podemos hacerlo mejor
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© Centro de Comercio Internacional, Forum de Comercio Internacional - No. 4/2006

© Istockphoto/ A. Volodin

La Ayuda para el comercio será más efectiva cuando los benefi ciarios se conviertan en consumidores y tomen las riendas del proceso.

La “Ayuda para el comercio” es el nuevo horizonte definido para la asistencia al desarrollo, ya se entienda como complemento de la asistencia ofi cial para el desarrollo (AOD) o como otro rumbo, muy diferente. Las cifras anunciadas en 2005 en la reunión ministerial de la OMC en Hong Kong (hasta US$ 10.000 millones al año aportados por Japón, Estados Unidos y Europa) vendrían a triplicar la ayuda relacionada con el comercio y representarían cerca del 10% del total de la AOD.

Hasta hace un tiempo, el concepto de ayuda para el comercio era muy simple. Una parte importante de la AOD de los países ricos se entregaba en forma de créditos comerciales, que los países en desarrollo debían usar para comprar bienes al donante. Esta modalidad de ayuda condicionada generó deudas que recién ahora se están condonando.

Hoy, la ayuda para el comercio tiene un signifi cado más amplio – si bien no está claro hasta dónde llega esa “amplitud” – y ha permitido aumentar la capacidad de oferta exportadora y la competitividad de las empresas. Sin duda, se trata de “Ayuda para el comercio”. Pero también se puede sostener que dar apoyo al fomento o las infraestructuras forma parte de la ayuda al desarrollo en general.

En cualquier caso, la ayuda para el comercio tiene ahora las características de otras clases de ayuda y debería regirse por criterios de eficacia bien conocidos. Un informe reciente del Comité de Asistencia para el Desarrollo de la OCDE (What do recent evaluations tell us?) muestra que la asistencia relacionada con el comercio tropieza con los mismos problemas de otras formas de ayuda.

La Declaración de París de 2005 es un intento por fijar algunas reglas básicas sobre la atribución y la obtención de la ayuda, una suerte de pacto en el cual, el Norte y el Sur se comprometen a mejorar comportamientos.

Ahora bien, cabe señalar que más que tal o cual comportamiento, fueron determinadas circunstancias estructurales las que restaron eficacia a la ayuda y, más concretamente, la asistencia técnica. Veamos algunos ejemplos.

  • La mayor parte de la ayuda es administrada por una gran burocracia pública (más de 80 entidades multilaterales y bilaterales, cada una con sus propios y complejos procedimientos).
  • Muchas de estas organizaciones ofrecen servicios similares, lo que propicia la duplicación.
  • La selección de los países beneficiarios se ha regido por la simpatía de los políticos y el interés de los donantes del Norte, lo que redundó en una correlación bastante precaria entre países necesitados y países asistidos.
  • El contenido y las condiciones de la ayuda se fijaron más bien en función de las necesidades y los intereses de los proveedores que de los beneficiarios.
  • Las reglas de juego favorecieron a los proveedores de ayuda, ya sea en términos de gobernanza mundial, relaciones acreedor-deudor o prácticas comerciales.

La ayuda sigue estando determinada por los donantes. Aunque con una cierta sensibilización se puede conseguir más objetividad de su parte, lo que habría que hacer es abordar las raíces estructurales del problema. Algunos analistas comparan el actual sistema de ayuda con la “planificación centralizada” de los países socialistas de otrora. La ayuda (es decir, la oferta) es asignada por burócratas y no se ajusta muy bien a la demanda, pues falta información sobre el mercado. Los proveedores pagan, pero los consumidores no suelen obtener lo que quieren, porque no fueron consultados. En condiciones de mercado ideales, los países en desarrollo pagarían por lo que necesitan y, de ser necesario, con la ayuda de fondos no condicionados.

La perspectiva es seductora. La asistencia técnica estaría verdaderamente determinada por la demanda y los beneficiarios, ya que los países –es decir, sus gobiernos, su sector privado y las instituciones civiles y académicas– buscarían los mejores proveedores con total independencia y en función de sus necesidades.

Los países benefi ciarios no tendrían que aceptar –de todos modos, les faltaría el dinero para hacerlo– las políticas que vienen adosadas a la ayuda, a menos que lo quisieran, ni se verían obligados a crear toda una estructura ministerial para coordinar los numerosos programas de asistencia técnica (solicitados o no). Tampoco tendrían que aprender el complejo montón de procedimientos exigidos por los donantes en cuanto a redacción de propuestas, contratación de personal o compra de suministros, pues aplicarían sus propios procedimientos; ni acoger a las incontables misiones que los donantes envían sin mediar invitación o refrendar los múltiples informes que éstos piden para su contabilidad. Por último, habría menos duplicación de tareas y más competencia entre las agencias de desarrollo.

¿Cómo conseguirlo?

El cambio empezaría –de hecho, ha empezado– en los países de ingresos medios. Son muchos los que en Latinoamérica y Asia, como la China y la India, están utilizando sus propios recursos, sin por ello descartar totalmente la ayuda. Las empresas privadas –verdaderas destinatarias de la Ayuda para el comercio– están dispuestas a pagar por la información, el asesoramiento y la formación comerciales. Las nuevas fuentes de poder adquisitivo ayudarán a los beneficiarios a convertirse en consumidores.

Se ha propuesto crear un sistema común de financiación a escala mundial, que los donantes podrían financiar con parte de sus presupuestos de asistencia. Los interesados de los países en desarrollo solicitarían fondos al sistema común para comprar servicios de desarrollo a los proveedores de su elección. Asimismo, el sistema podría emitir vales que los benefi ciarios de países en desarrollo podrían hacer efectivos ante las entidades de su preferencia.

El Marco Integrado Ampliado

La gestión de un sistema de tales características plantea nuevas difi cultades, ya que se deberían crear mecanismos de intermediación encargados de prorratear los recursos adicionales en función de la demanda. El nuevo Marco Integrado Ampliado (MIA) podría ser un buen punto de partida.

Los fondos serían preasignados por los donantes tradicionales y complementados con aportes de fuentes no tradicionales. El MIA sería dirigido por representantes de los países benefi ciarios. Las solicitudes de fondos –muchas de las cuales vendrían del sector privado– deberían acompañarse de promesas de reembolso de parte de la asistencia. Dichas solicitudes se aceptarían con arreglo a criterios de elegibilidad (por ejemplo, la solvencia) establecidos por la dirección del MIA.

Aumentar la efi ciencia de la ayuda supone esencialmente convertir a los beneficiarios en consumidores. Hay que dejar que los países en desarrollo tomen sus propias decisiones, y utilicen más sus propios recursos. Se habla mucho, y con bastante hipocresía, de la “responsabilización de los países”, pero ésta no se conseguirá simplemente apremiando a los donantes a que den más margen de maniobra a los “beneficiarios”. Los sistemas de planifi cación centralizada pueden reformarse, pero nunca llegarán a sustituir a los mercados. ¿Acaso, no es eso lo que nos enseña la historia?

 

Stephen Browne analiza detalladamente estas propuestas en su última obra, Aid & Influence: Do Donors Help or Hinder? (Earthscan, 2006).


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